A muchos políticos españoles les han dedicado libros, hagiografías e incluso afiladas investigaciones periodísticas. Pocos muy pocos pueden presumir, además, de tener una canción. A Felipe González, Krahe le cantaba aquello de “cuervo ingenuo”. A Eduardo Zaplana Hernández-Soro, los valencianos de Señor Mostaza le sacaron otro azote irónico: “Mi ídolo de la democracia”. En él se cantaba: “Un fraude, pero simpático”. A Luis Prado le bastaron cuatro palabras en 2008, antes incluso de la Gürtel, para desnudar al estratega infalible, al dirigente que anticipó desde Mestalla el tsunami electoral del centroderecha español, al ilusionista que sobrevivió a varios casos de corrupción, sumarios, minutos de grabaciones, al halo de sospecha permanente que acompañó durante décadas a quien vio acabar en prisión en sus más estrechos colaboradores, pero se había librado de todo. Había humo, pero nadie encontraba el fuego. Hasta este martes, 15 de octubre de 2024, final en diferido de un régimen político.
Como todas las grandes religiones, y el zaplanismo lo ha sido en la política valenciana, la Iglesia eduardiana se erige sobre un mito fundacional. La piedra desde la que se levanta es el ‘marujazo’. Casado con la hija de un hombre fuerte del PP de Benidorm, el abogado Eduardo Zaplana (Cartagena, 1956) llegó a su alcaldía gracias a uno de esos casos de ‘corrupción’ de baja intensidad aceptados por la sociedad española. Maruja Sánchez fue la tránsfuga más famosa de España. La moción de censura de 1991 permitió a Zaplana llegar a la alcaldía del Nueva York valenciano. La casilla de salida desde que aceleró una imparable carrera política.
Aquel episodio daría para una serie de Netflix. Un fresco de aquel 1991 preolímpico que era una promesa de prosperidad si se entraba en los despachos adecuados: viajes, escondites, guardaespaldas, presiones, dinero, encuentros secretos y un pacto con el que el Partido Popular logró desbancar al PSOE de la alcaldía de la ciudad turística. Así, y con un salario público que nunca faltó, comienza todo.
Para entonces, Zaplana ya había demostrado que, más que liberal o democristiano, él estaba afiliado a la corriente de los empresarios de la política. Elevó testimonio en unas cintas donde se graba una conversación con su amigo Voro Palop: “Me tengo que hacer rico porque estoy arruinado, Boro (…) tengo que ganar mucho dinero, me hace falta mucho dinero para vivir. Ahora me tengo que comprar un coche. ¿Te gusta el Vectra 16 válvulas?». “Pide una comisicioncita y nos la repartimos bajo mano”, rezan las ‘escrituras’ del caso Naseiro, anuladas por el Supremo después, en la primera investigación de financiación irregular del PP español. Era 1990 y aún no era alcalde: el zaplanismo antes de Zaplana.
Al político cartagenero, Benidorm se le quedó pequeño muy pronto. En apenas una legislatura empedró su camino al Palau, apoyado en medios afines. Aupado por el agotamiento del ciclo socialista -y por un pacto con Unión Valenciana engrasado por los empresarios- alcanzó la Generalitat. Con el glamour de Julio Iglesias (a quien pagaría 12 millones de euros, gran parte en B por una gira de conciertos como embajador de la C. Valenciana) y el aura de nuevo Kennedy liberal de un PP en crecimiento, Zaplana creó un caso de éxito. Una maquina de ganar elecciones mientras modelaba una hegemonía social, basado en una autoestima hipervitaminada por la turboeconomía del ladrillo, y una C. Valenciana a la que puso de moda – “en el mapa”, como gustaba decir entonces-, tanto como para acabar acuñando el concepto de ‘poder valenciano’ en Madrid en un arrebato de euforia.
La Generalitat de Zaplana, al mismo tiempo, se convirtió en el efervescente laboratorio de la derecha española: de un modelo de gestionar (privatización de servicios, entre ellos la sanidad pública, la manipulación de la televisión pública) y de proyectar un territorio a partir de grandes fastos y grandes contenedores: Terra Mítica, Ciudad de la Luz o la Ciudad de las Artes y las Ciencias, todo marcado por los sobrecostes ruinosos y la socialización de las pérdidas, que haría escuela en sucesivos gobiernos durante 20 años de dominio popular. Prueba de ellos son la adjudicación de los contratos de las ITV, privatizadas por él, donde hubo mordidas por las que ahora se le condena. Incluso forzó un cambio en la ley de cajas para facilitar el asalto político, que pagó caprichos públicos e infló la burbuja y sus industrias auxiliares, como la de las comisiones.
De PP para adentro, mientras tanto, el abogado Zaplana hacía gala de su pragmatismo. El exUCD, empadronado en el ala liberal del partido, tomaba distancia del sector cristiano (pero no de los negocios con la familia Cotino) y de los esencialistas identitarios, tanto como para sacrificar el ‘no mos fareu catalans’ en el altar de la Acadèmia Valenciana de la Llengua (AVL) pactada por Aznar y Pujol (otros tiempos), para acabar fagocitando a Unión Valenciana.
Pero como pasó con Benidorm, el Palau de la Generalitat también se le quedó pequeño. Atendió la llamada de Aznar cuando le invitó a ese Consejo de Ministros (él se quedó con la cartera de Trabajo) del que saldría su sucesor. Ni él fue el elegido (lo sería Mariano Rajoy) ni el el PP siguió en la Moncloa, pero su perfil político le convirtió en el azote del primer gobierno de Zapatero (2004-2008), y piedra angular de la estrategia de desgaste que incluía la teoría de la conspiración de los atentados del 11M.
En la C. Valenciana, dejó tras de sí una legión de seguidores que, durante años, amargaron más de un día a Francisco Camps, el sucesor designado que quiso emanciparse y acabó convertido en enemigo, a pesar de reencuentros recientes entre los dos expresidents en cafeterías valencianas por sus penitencias ante los juzgados. De la legión de zaplanistas que dejó tras de sí, muchos se quedaron en el camino. Otros sobrevivieron al campsismo, se adaptaron o se reinventaron, crecieron políticamente e incluso llegaron a la primera línea, como el president Carlos Mazón, Susana Camarero, los consellers Marciano Gómez o José Antonio Rovira, además de asesores y jefes de gabinete.
Tras aquella primera legislatura madrileña en la oposición, Zaplana saltó a Telefónica, como delegado para Europa. Era 2008, semanas antes de que Gürtel llegara a las portadas y el telediario, de que la fiesta del PP valenciano tocara a su fin y comenzara un calvario judicial que hundió la reputación valenciano y a su partido durante una década y media. En ese laberinto judicial se perdieron muchos de los que habían estado a su lado: el exconseller socialista Rafael Blasco, al que rehabilitó y dio poderes en el PP; su sucesor como ‘president’ José Luis Olivas, que llevó Bancaja a la ruina y fue el primer “molt honorable” en ser condenado, 18 meses de cárcel por falsedad en documento mercantil y un delito contra la Hacienda Pública; o su delfín, Serafín Castellano, que ha admitido recientemente haber beneficiado al cartel del fuego a cambio de dinero y regalos para esquivar 21 años de cárcel.
Mientras tanto, Zaplana continuaba con su vida pública, como asesor (creó la consultora Decuria Consulting), y con una vida a todo tren: casas, coches de lujo y relojes que valen una herencia, una vida de primera clase, ampliamente documentada en los libros del periodista Francesc Arabí.
El ilusionista Zaplana, el hombre que nunca estaba allí, había esquivado durante tres décadas las balas del caso Naseiro, la primera investigación por presunta financiación irregular del PP en España; las investigaciones sobre Terra Mítica, que acabó con 22 condenados, entre ellos su excuñado, a 305 años de cárcel y el pago de 71,2 millones de euros; el caso IVEX, o incluso del caso Lezo, cuando se investigaron, de nuevo, conversaciones telefónicas, esta vez con el expresidente de la Comunidad de Madrid. El expresident nunca había pisado un estrado judicial. Ni como testigo ni como acusado. Hasta este juicio.
«No hay nada y además no podrán demostrarlo», respondía como un mantra durante años a las denuncias y sospechas permanentes de la oposición. Se lo dijo incluso a Ximo Puig, en 2001, en las Corts: “Su señoría no podrá nuca acreditar nada, absolutamente nada…”. Incluso, por momentos, como ocurrió tras la dimisión de Camps, se presentó un Nou d’Octubre en el Palau de la Generalitat, recién ocupado por Alberto Fabra, como el referente del PP bueno, el que no había tenido problemas judiciales.
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Un día de mayo de 2018, el mito del estratega infalible, el hombre que siempre estuvo allí, se desmoronó. La baraka se esfumó el día de su detención. El caso Erial fue la primera y definitiva derrota del campeón.
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